Ir al aeropuerto. Tomar un taxi e ir al aeropuerto. Parar un “micro” e ir al aeropuerto. Subir al metro e ir al aeropuerto. Bajar del avión y llegar al aeropuerto.
La Maga sentada frente a la ventana abierta está pensando en ir al aeropuerto. Con la vista en el cielo le resulta imposible no pensar en aviones y en el viento de lejos que traen sus pasajeros dentro de sus pulmones, además de las maletas llenas de recuerdos.
El aeropuerto, la Maga quiere ir al aeropuerto.
Y le da muchas vueltas al asunto de cómo llegar (o cómo irse), no termínase de decidir y se marea con sus ideas mientras se da cuenta que el atardecer se va apagando.
El atardecer se va haciendo noche, como la noche será día. La Maga siendo (haciendo) un dilema entre el auto, metro y microbús. No tiene ni idea de dónde se encuentra el aeropuerto, si está lejos o muy cerca, pero desde su cielo se siente cercano, como si bastase estirar la mano y tocarlo. Tocar al aeropuerto como se tocarían las hojas del misantrópico árbol parado frente a la ventana.
Eso debía ser, porque aunque no concibe más allá de su casa verde con gatos y una canción, los aviones vuelan muy bajo, y eso la exaspera porque sabe que Paul no, llegará en avión. Aun así la Maga está sintiéndose confundida, porque su cielo se desencanta con tantos aviones apenas lo mira; apenas si lo mira y regresa la idea del aeropuerto.
¿Para qué ir al aeropuerto?, ¿a qué ir al aeropuerto? Paul podría llegar en cualquier momento y no encontrarla lo entristecería, seguro. Además todavía falta decidir entre la página 200 y 201, esperar a que la luna baje hasta la mesa y servir la cena, ¿cómo podría olvidarse de la cena?
Pero el (y al) aeropuerto insiste, sigue y sigue y ahí está. La Maga se desespera, quiere sacarse esa idea extraña y extrañada de la cabeza, pero no puede. Un auto verde que pasa enfrente de la casa ídem, despacio por la calle solitaria, no ayuda en nada, más bien complica todo. La Maga ya no está segura de querer ir al aeropuerto, pero sabe que tiene que hacerlo. Ir al aeropuerto y recibir a alguien que no se fue, llegar en el avión y ver la cara (solo la cara) de quien no lo dejó ir. Será necesario buscar tantas opciones, cuando lo más sencillo es regresar al banco alto de madera, con patas a desnivel, esperar la caída de la luna por el agujero aquel; sentir como la ropa se seca y leer un libro, escoger entre la 200 con uvas doradas y la 201 con sesiones de exorcismos, mientras, mientras Paul regresa.
Cd. México Sin mes 1997

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