viernes, 3 de septiembre de 2010

LA MUDANZA

No había motivo aparente para dejar la casa abandonada a su suerte ingrata, a sus soledades de muros calizos cayendo sobre las alas rotas. Se vivía bien con ella, con sus gatos mojados, con sus rayos de sombra, con sus ventanas de plástico.

Ni el miedo de abril –casi mayo- ni las lunas desaparecidas de diciembre alcanzaban para explicar la repentina decisión de irse: dejar varada a la casa, y a sus preocupaciones escondidas en cada rincón dibujado en los recuerdos de extraños.

Hace días que la idea de meter todo en cajas y deshacerse del vacío está dando vueltas despacio, en cada soplo de viento que sacude el cabello alborotado de sueños. Pero los paisajes detenidos en la ventana que se asoma a la calle, espantan a la ocurrencia y a sus pensamientos atentos a la vía de siempre solitaria, siempre con su noche adusta de voces frías y apagadas.

Fue un día 28 sin verano que decidió mudarse con el último silencio de las penumbras, en medio de la luna llena que envolvía la casa. A dos manos –como queriendo colgarse del cielo prometido por los ingenuos- arrancó los plásticos polvorientos de la ventana principal: aquélla de mirada cierta puesta donde las sombras gustan de tomar el sol.

Con el rostro salpicado de sal, sus ojos de cierva azorada recorrieron con pausa, palmo a palmo, la acera casi etérea con sus otras fachadas grises de ensueño y las lágrimas vespertinas que se van secando en los párrafos de un libro aprendido.

Era necesario mudarse. La maga no sabe cómo explicarlo al único árbol compañía de sus interminables soledades (inocentes esperas y sinrazones desesperadas) en medio de tantos exorcismos azules.

Las ramas florecidas del verano no lo entendieron pero la triste cadencia de su danza fue de aceptación, apenas la necesaria para llenar manos vacías y pulmones pardos del ánimo requerido en tan difícil empresa.

Había que guardar todo en maletas de humo que no pesaran, llevarse el aire con su sabor a madera perfumada, a los gatos zainos y sus espontáneas veleidades, al polvo denso y su pasado inventado, a la nada constante y a ese libro de pasta gruesa con golondrinas volando entre las letras amarillas de un eclipse.

Sí, era preciso apoyarse en la decisión con la misma fuerza con que convencido se sostiene el deseo del héroe de sal, escaso, que tocó a la puerta dibujada con trémula indiferencia.

Los fantasmas gandules miran con asombro y desconcierto, reservados y confundidos atienden vigilantes todo el inusual movimiento aquel. En algún lugar de lo que fue y sus horas lentas se quedaron las ganas de perderse en laberintos inventados para no volver a la visión, que latía entre sus manos, de un racimo de uvas áureas inalcanzables, junto a la ansiedad que se ahoga exacta, detenida de las paredes.

Había que mudarse de la casa verde. Hacer algo con sus pasillos sin sueño, su piso dolorido, sus ventanas resucitadas, su azotea lloviendo lunas y las esquinas llorando silencios.

La necesidad de marcharse se hacía imperiosa con cada golpe de tiempo insoportable. Atrapada en esas ansiedades, con el equipaje en la mano, la maga no puede deshacerse del odioso dilema sin explicación que se revuelve entre vender la casa, abandonarla o rentarla a alguna buena intención.

El peso de las cajas y la memoria velada no dejan cargar cualquier otra decisión antes de que se acabe la noche con sus  vapores errantes y el lento valor del espacio que se desocupa de tanta magia barata. Que los vecinos diurnos nunca conocidos no noten la diferencia salvo por el letrero colorido colgado de una historia, que da hacia la ventana.

Irse para no regresar, para no volver, para pasar a lo lejos con otros ojos (prestados) y mirar simplemente como se caen los muros llenos de firmeza sin estar adentro.

Imaginarse a los nuevos inquilinos ocupando su escaso mar, océano, mientras una brisa de muerte –o de vida, es igual- despeja las nubes de la mirada que se pierde en sus afanes y búsquedas sin utilizar.

Todo está listo. La maga detiene por un momento su improvisado itinerario para repasar cada uno de los recuerdos extranjeros que deja, los que fueron y los que no.

Se queda lo que no puede llevarse, lo que no cabe ni en todas las palabras prometidas ni en todos los sueños sin cumplir. Ya de por sí pesan de sobre manera el techo y las paredes apagadas como para acarrearse a todas las esperas sin terminar que sostienen la languidez de la casa.

Cómo llegó ahí. No se acuerda. Cuánto tiempo lleva. Tampoco lo sabe. Lo que esperaba con tal vehemencia no aparece. El viento fuerte y afilado lastima todas esas ideas bien vestidas que intentan darle buenas razones.

No ha dicho ni pensado la última palabra. Las despedidas –de ninguna clase- no han sido su fuerte, para eso se mudó –ya lo recuerda- para poder esperar queda la vida ahí, sentada en un banco alto de madera clara, leyendo siempre la misma página del libro inagotable, escuchando la canción de su mala suerte y llorando lágrimas postizas de un techo sin dios.

Las escenas aparecen con tal rapidez que la maga no puede esquivarlas: caricias que golpean ufanas, soberbias, que laceran más que las lagunas y vacíos con los que inútilmente trata de defenderse.

Y otra vez hay que decidir, como siempre, y ella que no sabe, que no aprendió de los momentos que aleccionan y terminan por leerse sin sentido en los pasos que parecen girar en el mismo lugar, dentro de su espejo.

La casa empieza a quedarse sin techo, sólo permanecen en pie las sombras prestadas, quietas, sin mover las intenciones.

El deseo cada vez más nítido sopla como un timbre agudo que atraviesa dulcemente su pecho, descubierto por las manos ansiosas del viento que con su lengua fría acaricia suavemente, el sudor de mar que resbala desde los ojos sin sueños.

El héroe de nombre extraño vuelve a insistir, sin métodos ni razones. Su silueta esbozada en los pensamientos desarma lo que queda de resistencia: hay que mudarse de la casa, abandonarla, huir.

Los pasos apuntan hacia las escaleras desconocidas, hacia las voces sin palabras que tiemblan en las manos frágiles que sujetan con fuerza el barandal de metal indiferente y frío.

Ésta no es una noche de aquellas, ahogadas en la nostalgia de rostros sin conocer, no es una de esas que se llenan de juramentos esperados sin cumplir que sobreviven cuando el deseo que mata, muere.

Avanzar, detenerse, dudar, volver a empezar. La maga inventa esas palabras imposibles de atrapar y las pronuncia su desesperación. Algo se queda, algo se perdió.

La noche se multiplica a pares en cada momento que regresa la razón a golpes de realidad. Hay que irse, la casa se viene abajo y su cielo sin dios también. Para sobrevivir afuera, la maga sabe que sólo habrá que disimular con la sonrisa empeñada y una mirada oscura puesta sobre las soledades evidentes.

La puerta que da a la calle permanece cerrada aún. Impávida se mira en un espejo de madera dulce que cuenta cada una de las horas perdidas. El tiempo escapa su marca y la maga dejó de llevar la cuenta hilvanada en cada vacío de la casa.

La noche se diluye, la voluntad también. El héroe mira de espaldas. Los pasos regresan, no cobardes ni resignados. La tristeza de los muros se levanta mientras la maga sube corriendo las escaleras azules, se devuelve para reponer las oportunidades escondidas en los jirones de sueño desperdigados por la casa.

La maga no desempaca ni a los gatos ni al polvo ni a las sombras, deja todo en su lugar, guardado, para que no estorbe a las certezas que empiezan a crecer, nuevamente, como siempre, en cada uno de los rincones de su casa verde.

L.

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