Tu cadáver a los 21 días se marchita en el clóset. Envuelto en una sábana y atado con cinta, a la usanza de los sicarios, me sorprende el buen olor de su carne, que más que podrida, se marchita. Se hace frágil como una vara de incienso que se quema. Se hace cenizas que quieren escaparse por la tela que las contiene y aún da forma.
Cuando abrazo el envoltorio, siento la torpeza de tus huesos que aún no se desmoronan. Los imagino enteros, resistiendo, como tu voz lo hace con su eco en mi memoria. Pero van a ceder, terminarán igual que tu piel que es un legajo inútil y reseco de gestos y caricias, o tu rostro que de tan bello en vida ahora sólo es una máscara carcomida por el tiempo. Y tus ojos, qué habrá sido de tus ojos, de su claridad empañada, de su mirada oscura y conforme.
Me aguanto las ganas de ser cronista de tu muerte, de la muerte de tu cuerpo; de deshacer el envoltorio y amasarte como arcilla con las manos húmedas de saliva, palabras y recuerdos. Me aguanto y lo consigo, aunque de vez en cuando, sobre todo por las noches, me asomo a ese clóset donde en tres semanas te has convertido en un montón de polvo, olvido, nada y tiempo.
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