Qué pena me da saber que no es tu muerte.
Que ese silencio sin paz
no sea el de tu cuerpo que se marchita
en las entrañas de las larvas que devoran tu carne,
o del fuego impasible que te convierta en
cenizas, polvo, humo, tiempo.
Qué lástima que no sea eso
la indiferencia del hueco que dejas tú en mi cama;
y qué tristeza no ser yo la viuda que busque la redención
y resucitarte mientras apuro la vida que se vacía de mis entrañas.
Sí, qué pena.
Sí, qué lástima.
Qué peso sobre las alas llevarte en el luto
riguroso y austero,
absurdo e inútil, sin muerte.
Y sólo tenerte
--tenernos--
en el vulgar duelo de una pérdida que no asfixia
del aire que sobra,
y de la vida que no falta.
L.
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