martes, 12 de octubre de 2010

El rastro de tu letra en la nieve

Tenía tantas preguntas que hacerle que permanecí en silencio. Esperaba que algo respondiera a la obsesión que había perseguido muchos de mis pasos hasta el casual encuentro. Nos separaban dos mesas y un grupo de reporteros que en unos cuantos segundos abordaron al escritor con la ligereza de sus grabadoras.

Los despachó con una sonrisa y rápido volvió a sentarse.

Apreté contra mi pecho el volumen de pasta clara, con un paisaje de colores vivos, casi tóxicos, en la portada. Entre mis manos empezó a latir la sensación de un camino de hormigas, el cosquilleo de las últimas páginas de la novela que me resistía a terminar. Era la quinta vez que leía el libro.

Miré al hombre sentado a un par de metros, e imaginé cuando a principios de algún agosto Mercedes y él visitaron la oficina de correos de San Ángel con sólo 53 pesos en la bolsa: necesitaban 82 para enviar el manuscrito al editor en Buenos Aires. La solución fue enviar sólo la mitad del texto. Hubo que pasar un fin de semana para que el resto fuera enviado.

El escritor apuró el agua de su copa. En la mesa lo acompañaba una mujer, que era Mercedes, y varios rostros conocidos más. Mi lectura diaria de periódicos me hizo identificarlos, aunque yo sólo podía tener la atención puesta en él. En el hombre que dijo alguna vez que “escribir libros es un oficio suicida”. Porque “ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración en relación con sus beneficios inmediatos”.

Dejé el libro sobre la mesa pero sólo fue un momento. Bebí los restos del tinto que había ordenado. Cerré los ojos para imaginarme la ansiedad de un camino, “un terror sin origen” que crecía conforme avanzaba el auto, en medio de ese paisaje de colores vivos y obscenos que a cada golpe de kilómetros se volvía más atemorizante. Ese fin de semana él había ido a Acapulco y no hubo minuto de sosiego frente al mar hasta que regresó a la ciudad. Corrían los primeros días de 1965.

Sin abrir los ojos pensé en la voz de Caribe del escritor cercano a mí, en el recorrido que hizo por la primera frase del libro acompañando a mi recuerdo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

Algunas líneas más asaltaron mi trance. Cuando abrí los ojos lo miré dejar el asiento y dar la mano al resto de los comensales que parecía continuarían la tertulia.

Mercedes salió primero. Él escritor la siguió. Me detuve al filo de la silla, con la mano derecha descansando sobre la portada del libro. En un intento inútil, hice por sacar de mi bolso el bolígrafo que siempre suelo cargar. No solté el libro.

Él miró de reojo mi mesa. Sonrió.

“Es un buen libro”, dijo y salió hacia la calle donde lo esperaba una camioneta color plata.

No abrí el libro para terminar la lectura. Encendí un cigarro y vi entre las veleidosas figuras que hacía el humo que los comensales, aquellos que acompañaron al escritor, ya no estaban. Quizá no estuvieron. Tal vez había estado soñado en voz alta más allá de Macondo. No me ocupé mucho de eso, después de todo, como diría Gabriel García Márquez “la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y como la recuerda para contarla".
L.
Publicado originalmente en la revista etcétera.

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