domingo, 24 de octubre de 2010

La multitud errante

¿Cómo puedo yo decirle que nunca la va a encontrar, si ha gastado la vida buscándola?

Me ha dicho que le duele el aire, que la sangre quema sus venas y que su cama es de alfileres, porque perdió a la mujer que ama en alguna de las vueltas del camino y no hay mapa que le diga dónde hallarla. La busca por la corteza de la geografía sin concederse un minuto de tregua ni de perdón, y sin darse cuenta de que no es afuera donde está sino que la lleva adentro, metida en su fiebre, presente en los objetos que toca, asomada a los ojos de cada desconocido que se le acerca.

-El mundo me sabe a ella- me ha confesado-, mi cabeza no conoce otro rumbo, se va derecho donde ella.

Si yo pudiera hablarle sin  romperle el corazón se lo repetiría bien claro, para que deje sus desvelos y enrancias en pos de una sombra.
Le diría: Tú Matilde Lina se fue al limbo, donde habitan los que no están ni vivos ni muertos.

Pero sería segar las raíces del árbol que lo sustenta. Además para qué, si no habría de creerme. Sucede que él también, como aquella mujer que persigue, habita en los entresueños del limbo y se acopla, como ella, a la nebulosa condición intermedia. En este albergue he conocido a muchos marcados por ese estigma: los que van desapareciendo a medida que buscan a sus desaparecidos. Pero ninguno tan entregado como él a la tiranía de la búsqueda.

-Ella anda siguiendo, como yo, la vida –dice empecinado, cuando me atrevo a insinuarle lo contrario.

He llegado a creer que esa mujer es ángel tutelar que no da tregua a su obsesión de peregrino. Va diez pasos adelante para que él alcance a verla y no pueda tocarla; siempre diez pasos infranqueables que quieren obligarlo a andar tras ella hasta el último día de la existencia.

Se arrimó a este albergue de caminantes como a todos lados: preguntando por ella. Quería saber si había pasado por aquí una mujer refundida en los tráficos de la guerra, de nombre Matilde Lina y de oficio lavandera, oriunda de Sasaima y radicada en un caserío aniquilado por la violencia, sobre el linde del Tolima y del Huila. Le dije que no, que no sabíamos nada de ella, y a cambio le ofrecí hospedaje: cama, techo, comida caliente y la protección inmaterial de nuestros muros de aire. Pero él insistía en su tema con esa voluntaria ceguera de los que esperan más allá de toda esperanza, y me pidió que revisara nombre por nombre en los libros de registro.

-Hágalo usted mismo- le dije, porque conozco bien esa comezón que no calma, y lo senté frente a la lista de quienes día tras día hacen un alto en este albergue, en medio del camino de su desplazamiento.

Le insistí en que se quedara con nosotros al menos un par de noches, mientras desmontaba esa montaña de fatiga que se le veía acumulada sobre los hombros. Eso fue lo que le dije, pero hubiera querido decirle: “Quédese, al menos mientras yo me hago a la idea de no volver a verlo”. Y es que ya desde entonces me empezó a invadir un cierto deseo, inexplicable, de tenerlo cerca”.

Fragmento, Laura Restrepo

martes, 19 de octubre de 2010

No es que muera de amor, muero de ti

No es que muera de amor, muero de ti
Muero de ti, amor, de amor de ti,
de urgencia mía de mi piel de ti,
de mi alma de ti y de mi boca
y del insoportable que yo soy sin ti.
Muero de ti y de mi, muero de ambos,
de nosotros, de ese,
desgarrado, partido,
me muero, te muero, lo morimos.
Morimos en mi cuarto en que estoy solo,
en mi cama en que faltas,
en la calle donde mi brazo va vacío,
en el cine y los parques, los tranvías,
los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza
y mi mano tu mano
y todo yo te sé como yo mismo.
Morimos en el sitio que le he prestado al aire
para que estés fuera de mí,
y en el lugar en que el aire se acaba
cuando te echo mi piel encima
y nos conocemos en nosotros, separados del mundo,
dichosa, penetrada, y cierto , interminable.
Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos
entre los dos, ahora, separados,
del uno al otro, diariamente,
cayéndonos en múltiples estatuas,
en gestos que no vemos,
en nuestras manos que nos necesitan.
Nos morimos, amor, muero en tu vientre
que no muerdo ni beso,
en tus muslos dulcísimos y vivos,
en tu carne sin fin, muero de máscaras,
de triángulos obscuros e incesantes.
Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo,
de nuestra muerte ,amor, muero, morimos.
En el pozo de amor a todas horas,
Inconsolable, a gritos,
dentro de mi, quiero decir, te llamo,
te llaman los que nacen, los que vienen
de atrás, de ti, los que a ti llegan.
Nos morimos, amor, y nada hacemos
sino morirnos más, hora tras hora,
y escribirnos y hablarnos y morirnos.

Jaime Sabines

lunes, 18 de octubre de 2010

Esquela

Qué pena me da saber que no es tu muerte.
Que ese silencio sin paz
no sea el de tu cuerpo que se marchita
en las entrañas de las larvas que devoran tu carne,
o del fuego impasible que te convierta en
cenizas, polvo, humo, tiempo.
Qué lástima que no sea eso
la indiferencia del hueco que dejas tú en mi cama;
y qué tristeza no ser yo la viuda que busque la redención
y resucitarte mientras apuro la vida que se vacía de mis entrañas.
Sí, qué pena.
Sí, qué lástima.
Qué peso sobre las alas llevarte en el luto
riguroso y austero,
absurdo e inútil, sin muerte.
Y sólo tenerte
--tenernos--
en el vulgar duelo de una pérdida que no asfixia
del aire que sobra,
y de la vida que no falta.

L.

martes, 12 de octubre de 2010

El rastro de tu letra en la nieve

Tenía tantas preguntas que hacerle que permanecí en silencio. Esperaba que algo respondiera a la obsesión que había perseguido muchos de mis pasos hasta el casual encuentro. Nos separaban dos mesas y un grupo de reporteros que en unos cuantos segundos abordaron al escritor con la ligereza de sus grabadoras.

Los despachó con una sonrisa y rápido volvió a sentarse.

Apreté contra mi pecho el volumen de pasta clara, con un paisaje de colores vivos, casi tóxicos, en la portada. Entre mis manos empezó a latir la sensación de un camino de hormigas, el cosquilleo de las últimas páginas de la novela que me resistía a terminar. Era la quinta vez que leía el libro.

Miré al hombre sentado a un par de metros, e imaginé cuando a principios de algún agosto Mercedes y él visitaron la oficina de correos de San Ángel con sólo 53 pesos en la bolsa: necesitaban 82 para enviar el manuscrito al editor en Buenos Aires. La solución fue enviar sólo la mitad del texto. Hubo que pasar un fin de semana para que el resto fuera enviado.

El escritor apuró el agua de su copa. En la mesa lo acompañaba una mujer, que era Mercedes, y varios rostros conocidos más. Mi lectura diaria de periódicos me hizo identificarlos, aunque yo sólo podía tener la atención puesta en él. En el hombre que dijo alguna vez que “escribir libros es un oficio suicida”. Porque “ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración en relación con sus beneficios inmediatos”.

Dejé el libro sobre la mesa pero sólo fue un momento. Bebí los restos del tinto que había ordenado. Cerré los ojos para imaginarme la ansiedad de un camino, “un terror sin origen” que crecía conforme avanzaba el auto, en medio de ese paisaje de colores vivos y obscenos que a cada golpe de kilómetros se volvía más atemorizante. Ese fin de semana él había ido a Acapulco y no hubo minuto de sosiego frente al mar hasta que regresó a la ciudad. Corrían los primeros días de 1965.

Sin abrir los ojos pensé en la voz de Caribe del escritor cercano a mí, en el recorrido que hizo por la primera frase del libro acompañando a mi recuerdo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

Algunas líneas más asaltaron mi trance. Cuando abrí los ojos lo miré dejar el asiento y dar la mano al resto de los comensales que parecía continuarían la tertulia.

Mercedes salió primero. Él escritor la siguió. Me detuve al filo de la silla, con la mano derecha descansando sobre la portada del libro. En un intento inútil, hice por sacar de mi bolso el bolígrafo que siempre suelo cargar. No solté el libro.

Él miró de reojo mi mesa. Sonrió.

“Es un buen libro”, dijo y salió hacia la calle donde lo esperaba una camioneta color plata.

No abrí el libro para terminar la lectura. Encendí un cigarro y vi entre las veleidosas figuras que hacía el humo que los comensales, aquellos que acompañaron al escritor, ya no estaban. Quizá no estuvieron. Tal vez había estado soñado en voz alta más allá de Macondo. No me ocupé mucho de eso, después de todo, como diría Gabriel García Márquez “la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y como la recuerda para contarla".
L.
Publicado originalmente en la revista etcétera.

domingo, 10 de octubre de 2010

Guerras

No ganaré la batalla, ni la guerra. Ya no quiero. Es más, ni siquiera pienso asomarme a esa trinchera donde prometes arrancarme de a poco cada trozo de piel. Depongo las armas. Y no busco ni armisticio, ni tregua, ni tratado, ni paz, ni nada más que el olvido absoluto del combate. Que mañana se borre de mi memoria que he peleado con los puños desnudos, y sus palabras brotando por los nudillos, por ese destino al que fallamos. Fallaste. De ti, ya no quiero ni el recuerdo, sus honores y sus héroes. En esta zona cero dejo al frío de ciudades desconocidas todo lo que fui, fue y no fuimos. Hasta de las cinco letras de mi nombre y su gloria me deshago, te los dejo tirados junto al sentido inútil de la pelea. Guárdalas, quémalas, asegúrate que de sus cenizas no brote otra guerra, una que se desate entre tu sombra y el espacio vacío que guardas en el pecho.