domingo, 18 de octubre de 2009

Lisbeth Salander debe vivir

Mario Vargas Llosa

Comencé a leer novelas a los 10 años y ahora tengo 73. En todo ese tiempo debo haber leído centenares, acaso millares de novelas, releído un buen número de ellas y algunas, además, las he estudiado y enseñado. Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo una novela es buena, mala o pésima y, también, que ella ha envenenado a menudo mi placer de lector al hacerme descubrir a poco de comenzar una novela sus costuras, incoherencias, fallas en los puntos de vista, la invención del narrador y del tiempo, todo aquello que el lector inocente (el "lector-hembra" lo llamaba Cortázar para escándalo de las feministas) no percibe, lo que le permite disfrutar más y mejor que el lector-crítico de la ilusión narrativa.

¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos deMillennium, unas 2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página "¿Y ahora qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad. ¿Qué mejor prueba que la novela es el género impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.

Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica. La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado, dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa, chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar.

La novelista de historias policiales Donna Leon calumnió a Millennium afirmando que en ella sólo hay maldad e injusticia. ¡Vaya disparate! Por el contrario, la trilogía se encuadra de manera rectilínea en la más antigua tradición literaria occidental, la del justiciero, la del Amadís, el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos personajes civiles que, en vista del fracaso de las instituciones para frenar los abusos y crueldades de la sociedad, se echan sobre los hombros la responsabilidad de deshacer los entuertos y castigar a los malvados. Eso son, exactamente, los dos héroes protagonistas, Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist: dos justicieros. La novedad, y el gran éxito de Stieg Larsson, es haber invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia y de Mikael, el periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico.

¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e igualdad de oportunidades, aparece en Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, como una sucursal del infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las instituciones y el establishment en general parecen presa de una pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas. Menos mal que está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en Diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su alrededor.

La novela abunda en personajes femeninos notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos abusos contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han conquistado la igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje desmedido y un instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los machos, más bien propensos a la complacencia y el delito. Entre ellas, es difícil no tener sueños eróticos con Monica Figuerola, la policía atleta y giganta para la que hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido que los aerobics pero no tanto como eljogging. Y qué decir de la directora de la revista Millennium, Erika Berger, siempre elegante, diestra, justa y sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los periodistas que promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que se empuja con su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder, policía y pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera más contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de los memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton Security.

La novela se mueve por muy distintos ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales, banqueros, abogados, pero el que está retratado mejor y, sin duda, con conocimiento más directo por el propio autor -que fue reportero profesional- es el del periodismo. La revista Millennium es mensual y de tiraje limitado. Su redacción, estrecha y para el número de personas que trabajan en ella sobran los dedos de una mano. Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar a ese espacio cálido y limpio, de gentes que escriben por convicción y por principio, que no temen enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si es preciso, que preparan cada número con talento y con amor y el sentimiento de estar suministrando a sus lectores no sólo una información fidedigna, también y sobre todo la esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna que anda bien, pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni intimidar, y trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad entre las sombras y veladuras que la ocultan.

Si uno toma distancia de la historia que cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta: ¿cómo he podido creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables? La verosimilitud está lograda porque el instinto de Stieg Larsson resultaba infalible en adobar cada episodio de detalles realistas, direcciones, lugares, paisajes, que domicilian al lector en una realidad perfectamente reconocible y cotidiana, de manera que toda esa escenografía lastrara de realidad y de verismo el suceso notable, la hazaña prodigiosa. Y porque, desde el comienzo de la novela, hay unas reglas de juego en lo que concierne a la acción que siempre se respetan: en el mundo de Millennium lo extraordinario es lo ordinario, lo inusual lo usual y lo imposible lo posible.

Como todas las grandes historias de justicieros que pueblan la literatura, esta trilogía nos conforta secretamente haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y mentiroso que nos tocó, porque, acaso, allá, entre la "muchedumbre municipal y espesa", haya todavía algunos quijotes modernos, que, inconspicuos o disfrazados de fantoches, otean su entorno con ojos inquisitivos y el alma en un puño, en pos de víctimas a las que vengar, daños que reparar y malvados que castigar. ¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth Salander!


El País, 6 de septiembre 2009

lunes, 8 de junio de 2009

Lo que me gusta de tu cuerpo

Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.

Lo que me gusta de tu sexo es la boca.

Lo que me gusta de tu boca es la lengua.

Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.

Julio Cortázar

PAPELES INESPERADOS

miércoles, 15 de abril de 2009

Los hombres que no amaban a las mujeres 1

El viernes, una semana después de la segunda violación, Lisbeth Salander fue andando desde su casa hasta un estudio de tatuajes, en Hornstull, donde tenía hora reservada. No había más clientes en el local. El dueño la saludó con la cabeza al reconocerla.

Eligió un tatuaje pequeño y sencillo en forma de brazalete y le pidió que se lo hiciera en el tobillo.

Le señaló el sitio con el dedo

--Ahí la piel es muy fina. Duele mucho --advirtió el tatuador.

--No importa --respondió Lisbeth Salander, quitándose los pantalones y tendiéndole la pierna.

--De acuerdo, un brazalete. Ya tienes muchos tatuajes. ¿Estás segura de querer otro?

--Es para no olvidar-- contestó.


Los hombres que no amaban a las mujeres, Sieg LARSSON

jueves, 2 de abril de 2009

fragmento de otra carta

Quisiera hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.
En los parques, en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo,
donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños,
te deseo, te sueño.
¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tardeo a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre, siempre, hasta la noche.)

Otra carta, fragmento. Jaime Sabines

martes, 31 de marzo de 2009

sobre mí

Soy de ese tipo de personas que no acaban de comprender las cosas hasta que las ponen por escrito.
TOKIO BLUES, Haruki Murakami

jueves, 26 de marzo de 2009

Ave maría purísima


Ave Maria Purisima: me acuso de ser yo por todas partes. O sea de querer siempre ser otra. Y hasta peor: conseguirlo, aja? Me acuso de bitchear, witchear y rascuachear, de ser barata como vino en tetrapak, y al mismo tiempo cara, como cualquier coatlicue traicionera. Me acuso de haber robado, no una ni dos veces sino a toda hora y en todo lugar, como chingado pacman cocainomano. Me acuso de acusar al confesor por mis pecados, y de haberlo nombrado Demonio de Mi Guarda sin siquiera explicarle la clase de alimaña que estaba contrayendo. Porque a mujeres como yo no las conoces; las contraes. Como los matrimonios y las enfermedades y las deudas. Ay, mi Diablo Guardian: Dios te lo pague.


Diablo Guardián, Xavier Velasco

martes, 24 de marzo de 2009

URGENTE, PORQUE LA ETERNIDAD SE NOS ACABA

Sobre Teresa Mendoza y Santiago Fisterra II

Santiago caminaba con las manos en los bolsillos, deteniéndose a trechos para comprobar que Teresa no corría riesgo de resbalar en el verdín de las piedras húmedas.
-Otras veces -añadió de pronto, como si no hubiera dejado de pensar en ello- me pongo a mirarte y pareces de golpe muy mayor... Como esta mañana.
-¿Y qué pasó esta mañana?
-Pues que me desperté y estabas en el cuarto de baño, y me levanté a verte, y te vi delante del espejo, echándote agua en la cara, y te mirabas como si te costara reconocerte. Con cara de vieja.
-¿Fea?
-Feísima. Por eso quise volverte guapa, y te apalanqué en brazos y te llevé a la cama y estuvimos dándonos estiba una hora larga.
-No me acuerdo.
-¿De lo que hicimos en la cama? -De estar fea.
Lo recordaba muy bien, por supuesto. Había despertado temprano, con la primera claridad gris. Canto de gallos al alba. Voz del muecín en el minarete de la mezquita. Tic tac del reloj en la mesilla. Y ella incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz aclaraba poco a poco el techo del dormitorio, con Santiago dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y la áspera barba naciente de su mentón que le rozaba el hombro. Su respiración pesada y su inmovilidad casi continua, idéntica a la muerte. Y la angustia súbita que la hizo saltar de la cama, ir al cuarto de baño, abrir la llave del agua y mojarse la cara una y otra vez, mientras la mujer que la observaba desde el espejo se parecía a la mujer que la había mirado con el pelo húmedo el día que sonó el teléfono en Culiacán. Y luego Santiago reflejado detrás, los ojos hinchados por el sueño, desnudo como ella, abrazándola antes de llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor entre las sábanas arrugadas que olían a los dos, a semen y a tibieza de cuerpos enlazados. Y luego los fantasmas desvaneciéndose hasta nueva orden, una vez más, con la penumbra del amanecer sucio -no había nada tan sucio en el mundo como esa indecisa penumbra gris de los amaneceres- al que la luz del día, derramándose ya en caudal entre las persianas, relegaba de nuevo a los infiernos.
-Contigo me pasa, a ratos, que me quedo un poco fuera, ¿entiendes? -Santiago miraba el mar azul, ondulante con la marejada que chapaleaba entre las rocas; una mirada familiar y casi técnica-... Te tengo bien controlada, y de pronto, zaca. Te vas.
-A Marruecos.
-No seas tonta. Por favor. He dicho que eso terminó.
Otra vez la sonrisa que lo borraba todo. Guapo para no acabárselo, pensó de nuevo ella. El pinche contrabandista de su pinche madre.
-También a veces tú te vas -dijo-. Requetelejos.
-Lo mío es distinto. Tengo cosas que me preocupan... Quiero decir cosas de ahora. Pero lo tuyo es diferente.
Se quedó un poco callado. Parecía buscar una idea difícil de concretar. O de expresar.
-Lo tuyo -dijo al fin- son cosas que ya estaban ahí antes de conocerte.
Dieron unos pasos más antes de volver bajo el arco de la muralla. El viejo de los pinchitos limpiaba la mesa. Teresa y el moro cambiaron una sonrisa.
-Nunca me cuentas nada de México -dijo Santiago.
Ella se apoyaba en él, poniéndose los zapatos. -No hay mucho que contar -respondió-... Allí la gente se chinga entre ella por el narco o por unos pesos, o la chingan porque dicen que es comunista, o llega un huracán y se los chinga a todos bien parejo.
-Me refería a ti.
-Yo soy sinaloense. Un poquito lastimada en mi orgullo, últimamente. Pero atrabancada de a madre. -¿Y qué más?
-No hay más. Tampoco te pregunto a ti sobre tu vida. Ni siquiera sé si estás casado.
-No lo estoy -movía los dedos ante sus ojos-. Y me jode que no lo hayas preguntado hasta hoy.
-No pregunto. Sólo digo que no lo sé. Así fue el pacto.
-¿Qué pacto? No recuerdo ningún pacto. -Nada de preguntas chuecas. Tú vienes, yo estoy. Tú te vas, yo me quedo.
-¿Y el futuro?
-Del futuro hablaremos cuando llegue.

LA REINA DEL SUR, Arturo Pérez Reverte

jueves, 19 de marzo de 2009

La luna

La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.
Jaime Sabines

miércoles, 18 de marzo de 2009

Si hubiera de morir...

Si hubiera de morir dentro de unos instantes, escribiría estas sabias palabras: árbol del pan y de la miel, ruibarbo, cocacola, zonite, cruz gamada. Y me echaría a llorar.
Uno puede llorar hasta con la palabra «excusado» si tiene ganas de llorar.
Y esto es lo que hoy me pasa. Estoy dispuesto a perder hasta las uñas, a sacarme los ojos y exprimirlos como limones sobre la taza de café. («Te convido a una taza de café con cascaritas de ojo, corazón mío»).
Antes de que caiga sobre mi lengua el hielo del silencio, antes de que se raje mi garganta y mi corazón se desplome como una bolsa de cuero, quiero decirte, vida mía, lo agradecido que estoy, por este hígado estupendo que me dejó comer todas tus rosas, el día que entré a tu jardín oculto sin que nadie me viera.
Lo recuerdo. Me llené el corazón de diamantes —que son estrellas caídas y envejecidas en el polvo de la tierra— y lo anduve sonando como una sonaja mientras reía. No tengo otro rencor que el que tengo, y eso porque pude nacer antes y no lo hiciste.
No pongas el amor en mis manos como un pájaro muerto.
Jaime Sabines

lunes, 16 de marzo de 2009

Los amorosos

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Jaime Sabines

viernes, 13 de marzo de 2009

Sobre Sabines

Horal
El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.
El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.
Parece que sales y soles,
nosotros y nada...


***

Hay un modo
Hay un modo en que me hagas completamente feliz, amor mío: muérete.

jueves, 12 de marzo de 2009

los ojos cerrados

Bajamos con una pareja de amigos que nos iban a llevar en coche. Me fui detrás de ellos, pero Drog me agarró el brazo y me dijo:

--Espera, ahora vuelven.

Luego me tomó la cara entre las manos. Tenía los ojos opacos y bizqueaba un poco por la borrachera. La voz, empañada de alcohol, se le había puesto solemne.

--Atiende --me dijo--, atiende bien. No sé qué pasará dentro de un rato, no sé qué pasará mañana, pero ahora, en este preciso instante, te quiero.

Ésta vez fui yo la que dio un bote.

No tuve tiempo de reaccionar. Nuestros amigos ya volvían. Durante el camino de vuelta, mientras iban hacia mi casa, Drog les mandó parar. En el primer semáforo se bajó del coche, cogió un taxi y se marchó a dormir a otro sitio.

Estuve una semana sin verlo.

EL INFIERNO PROMETIDO, Marianne Costa

martes, 10 de marzo de 2009

si he de vivir sin ti

Si he de vivir sin ti, que sea duro y cruento, la sopa fría, los zapatos rotos, o que en mitad de la opulencia se alce la rama seca de la tos, ladrándome tu nombre deformado, las vocales de espuma, y en los dedos se me peguen las sábanas, y nada me dé paz.
No aprenderé por eso a quererte mejor,pero desalojado de la felicidad sabré cuánta me dabas con solamente a veces estar cerca. Esto creo entenderlo, pero me engaño: hará falta la escarcha del dintel para que el guarecido en el portal comprenda la luz del comedor, los manteles de leche, y el aroma del pan que pasa su morena mano por la hendija.
Tan lejos ya de ticomo un ojo del otro, de esta asumida adversidad nacerá la mirada que por fin te merezca.

Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo

lunes, 9 de marzo de 2009

LA NOVIA OSCURA


Desde hace unos días a Todos los Santos, que ha iniciado la mudanza hacia los grandes territorios deslumbrados con todo y cigarro humeante, colas de zorro al cuello y pantuflas de pelo rosado, le ha dado por decirle Felipe ya no sólo a sus muchos y variopintos animales sino también a su gente cercana.

--Ven acá, tú, Felipe –me ordena--, entiende también esto que voy a decirte sobre las andanzas de mi niña Sayonara: al hacer el balance de las cosas vividas, la medición de los días que honestamente han sido, los demás siempre optamos por quedarnos, apegados a nuestras migajas de sobrevivencia, y la única que de verdad sabe partir es ella, sin temor, sin garantia de regreso, en pleno fulgor de vida florecida y vigorosa. Y en horrendo despliegue de egoísmo y dureza con el prójimo, también.

Le pregunto a Todos los Santos cuántas veces, haciéndole honor a su nombre, se despidió Sayonara.

--No hay que contar sólo las veces que se fue –me responde--, sino también las veces que quiso irse, y que son incontables.


La novia oscura, Laura Restrepo


domingo, 8 de marzo de 2009

pameo

TE AMO POR CEJA, por cabello, te debato en corredores blanquísimos
donde se juegan las fuentes de la luz,
te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz,voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago y cintas que dormían en la lluvia.
No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo queviene detrás de tu mano,
porque el agua, considera el agua, y los leones cuando se disuelvenen el azúcar de la fábula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro.
Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo,
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre en una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.
Julio Cortázar

LOS TATUAJES

Sucede que yo no me enamoro.
Simple, infinitamente,
me tatúo.
Se me quedan
tus manos y tus voces
como mordedura
permanente.
Se me contagia todo
del tatuaje,
la música, el olor,
el mar privado,
lo que íbamos a ser
y nunca hicimos.
Basta la lluvia
y se me nota todo.

Eduardo Casar

viernes, 6 de marzo de 2009

mes de julio 1

hay un parque en lima, o al menos eso he escuchado en una nota que ha transmitido hoy la televisión, en el que habitan muchos gatos, muchos de verdad, del verbo un chingo, pues. he pensado que podríamos caminar por ahí, encontrarnos con los gatos, mirarlos mientras limpian sus patas o nos estudian con precaución. quizá podríamos leer en voz alta las cosas que escribimos, yo lo llamaría conversar. charlar rodeados de felinos y sus ronroneos mientras el sol que se cae, la brisa, el whisky malo --mentira--, el cigarro --otra mentira--. en fin, las cosas de todas las días. extraño.

z.

Y otros demonios


Algo se movió en el corazón de Sierva Maria, pues quiso oir el verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguio de largo, con voz intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en la flor de la edad por una pedrada de guerra. Cuando terminó, Cayetano tomo la mano de Sierva María y la puso sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta.


--Siempre estoy asi, dijo él.


Y sin darle tiempo al pánico se libero de la materia turbia que le impedia vivir. Le confesó que no tenia un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como solo Dios tenía el derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón seria morirse con ella. Siguió hablandole sin mirarla, con la misma fluidez y calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva Maria se había dormido. Pero estaba despierta, fijos en el sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar:


--¿Y ahora?

--Ahora nada, dijo él. Me basta con que lo sepas.


Del amor y otros demonios, Gabriel García Marquez

LA MUDANZA


Habra que mudarse de la casa. Hacer algo, ponerla en venta, rentarla o simplemente abandonarla. Colgar un letrero colorido de sus ventanas cayendo, para que todos se enteren que la dejamos, que ya nos fuimos, que ya nos vamos, que ya no estamos.Sí, habra que mudarnos y llevarse todo en una caja, los gatos, el aire, el polvo y la nada, un libro azul bajo el brazo y un abrazo muy fuerte al deseo convencido de un heroe de sal que espera abajo.Hay que irse para no regresar, para pasar a lo lejos y mirar como simplemente se caen las paredes firmes sin nosotros dentro.Sin metodos y con nuestros fantasmas ya hay que dejar a los futuros inquilinos el espacio necesario en el fondo de nuestro escaso mar, oceano.Habra que mudarse, mudarnos de la casa verde, irnos lejos y perderla de vista, dejarla adusta y augusta en su nocturna calle solitaria, para siempre.La maga

Sobre Santiago Fisterra y Teresa Mendoza I

A ver si un día te equivocas y dices que me quieres.

Se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. Él no estaba molesto, ni malhumorado. Ni siquiera se trataba de un reproche.

-Te quiero, pendejo.

-Claro.

Siempre se burlaba de ella con eso. A su manera suave, observándola, incitándola a hablar con pequeñas provocaciones. Parece que te costara dinero, decía. Tan sosa. Me tienes el ego, o como se diga, hecho una mierda. Y entonces Teresa lo abrazaba y lo besaba en los ojos, y le decía te quiero, te quiero, te quiero, muchas veces. Pinche gallego requetependejo. Y él bromeaba como si no le importara, igual que si se tratara de un simple pretexto de conversación, un motivo de burla, y el reproche debiera formulárselo ella a él. Deja, deja. Deja. Y al cabo paraban de reírse y se quedaban el uno frente al otro, y Teresa sentía la impotencia de todo cuanto no era posible, mientras los ojos masculinos la miraban con fijeza, resignados como si llorasen un poco adentro, silenciosamente, igual que un plebito que corre en pos de los compañeros mayores mientras éstos lo dejan atrás. Una pena seca, callada, que la enternecía; y entonces estaba segura de que a lo mejor sí quería a aquel hombre de veras. Y cada vez que eso pasaba, Teresa reprimía el impulso de alzar una mano y acariciar el rostro de Santiago de alguna manera difícil de saber, y de explicar y de sentir, como si le debiese algo y no pudiera pagárselo jamás.

-¿En qué piensas?

-En nada.

Ojalá no acabara nunca, deseaba. Ojalá esta existencia intermedia entre la vida y la muerte, suspendida en lo alto de un extraño abismo, pudiera prolongarse hasta que un día yo pronuncie palabras que de nuevo sean verdad. Ojalá que su piel y sus manos y sus ojos y su boca me borraran la memoria, y yo naciera de nuevo, o muriese de una vez, para decir como si fueran nuevas palabras viejas que no me suenen a traición o a mentira. Ojalá tenga -ojalá tuviera, tuviéramos- tiempo suficiente para eso.


LA REINA DEL SUR, Arturo Pérez Reverte

pastillas de jabón para el invierno

Enseguida me di cuenta de este detalle pues estoy un poco tocado de la cabeza con el tema de calzado. Mi chifladura se remonta a los tiempos de la guerra, a los años de la ocupación alemana. Recuerdo el otoño de 1942: no tardaría en llegar el invierno y yo no tenía zapatos. Los viejos estaban hechos trizas y mi madre no tenía dinero para comprarme unos nuevos. Los zapatos accesibles a los polacos costaban cuatrocientos zlotys; la parte superior estaba hecha de dril impregnado de una sustancia alquitranada, impermeable, y las suelas, de madera de tilo. ¿De dónde íbamos a sacar los cuatrocientos zlotys?

Vivíamos por aquel entonces en Varsovia, en la calle Krochmalna, en el piso de los señores Skupiewski, sito junto a una de las puertas del gueto. El señor Skupiewski se dedicaba a la manufactura casera: fabricaba pastillas de jabón, todas del mismo color: verde.

--Te daré pastillas de jabón a comisión –me dijo--, cuando vendas cuatrocientas tendrás para zapatos, y la deuda me la devolverás después de la guerra.

En aquellos momentos aún se creía que la guerra tenía los días contados. Me aconsejó que desplegase mi negocio en los alrededores de la línea del ferrocarril Varsovia-Otwok, porque en aquellos trenes eléctricos viajaban veraneantes, gente que de vez en cuando deseaba lavarse, con lo que seguro me comprarían jabón. Le hice caso. Tenía yo entonces diez años y el que nadie me quisiese comprar aquellas dichosas pastillas de jabón me hizo verter la mitad de las lágrimas de toda mi vida. En todo un día de ir de casa en casa no vendía ninguna o, como mucho, una. En una ocasión logré vender tres y regresé a casa radiante de felicidad.

Después de pulsar el timbre, me ponía a rezar fervorosamente: ¡Dios, haz que compren, aunque sólo sea una, pero que me la compren! En realidad, al intentar causar lástima, practicaba una especie de mendicidad. Entraba en la vivienda y decía:

--Señora, cómpreme una pastilla de jabón. El invierno está al caer y yo no tengo zapatos.

El método funcionaba unas veces, pero otras veces no, porque por los mismos lugares merodeaban muchos otros niños que intentaban arreglárselas como mejor podían, ya robando, ya perdigüeñeando, ya vendiendo cualquier cosa.

Llegaron los últimos estertores del otoño y el frío me mordía los pies tan dolorosamente que tuve que abandonar el negocio. Había reunido tan sólo trescientos zlotys, pero la generosa mano del señor Skupiewski añadió los cien que me faltaban. Mamá y yo compramos unos zapatos. Si se envolvía el pie en un grueso peal de fieltro y, además, en papel de periódico, se podía caminar con ellos incluso durante las mayores heladas.



Ryszard Kapuscinski, Viajes con Heródoto.

miedo

UNO DEBE TENER MUCHO MIEDO AL ESCRIBIR. NO ES UN ACTO NATURAL COMO COMER O HACER EL AMOR, ES EN CIERTO MODO UN ACTO CONTRA NATURA. ES DECIRLE A LA NATURALEZA QUE NO SE BASTA A SÍ MISMA, QUE NECESITA OTRA REALIDAD, LA IMAGINACIÓN LITERARIA.

Carlos Fuentes